El Príncipe de Maquiavelo es a la ética lo que la obra de Spinoza es a la fe. Spinoza vació la fe de sus aspectos fundamentales y resecó el espíritu de la religión; Maquiavelo corrompió a la política y se dedicó a destruir los preceptos de la sana moral. Los errores del primero fueron sólo errores especulativos; los del segundo tuvieron fuerza práctica. Pero mientras los teólogos hicieron sonar campanas de alarma y lucharon contra Spinoza, refutando formalmente su obra y defendiendo a la Divinidad de sus ataques, Maquiavelo sólo ha sido molestado por moralistas. A pesar de ellos, y a pesar de su perniciosa moral, El Príncipe se encuentra con frecuencia sobre el púlpito de la política aún en nuestros días.
Me haré cargo de la defensa del humanismo contra este autor inhumano que pretende destruirlo. Me animo a oponer la Razón y la Justicia al engaño y al crimen; he colocado mis reflexiones sobre el Príncipe de Maquiavelo, capítulo por capítulo, de modo tal que el antídoto se encuentre inmediatamente próximo al veneno.
Siempre he considerado a El Príncipe como una de las obras más peligrosas que se hayan difundido por el mundo. Es un libro que cae naturalmente en las manos de los príncipes y de quienes aman la política. Con máximas que halagan a las pasiones es bien fácil corromper a un joven ambicioso cuyo corazón y juicio no están lo suficientemente formados como para distinguir con precisión el bien del mal.
Si es malo pervertir la inocencia de un individuo privado que tiene sólo escasa influencia sobre las cuestiones de este mundo, mucho peor es pervertir a un príncipe que debe gobernar a su pueblo, administrar justicia y ser un ejemplo para sus súbditos; a una persona que por su bondad, magnanimidad y compasión debe comportarse como alguien digno de ser considerado un hombre creado a la imagen y semejanza de Dios.
Las inundaciones que devastan regiones enteras, el rayo que incendia ciudades reduciéndolas a cenizas, la plaga que se lleva la población de toda una provincia; todo ello no es tan perjudicial para el mundo como la peligrosa moral y las pasiones desenfrenadas de los reyes. Las plagas celestiales duran sólo un tiempo, devastan tan sólo algunas regiones y las pérdidas, por más dolorosas que sean, pueden ser reparadas. Pero los crímenes de los reyes los sufre todo un pueblo y por un tiempo mucho mayor.
Así como los reyes tienen el poder de hacer el bien cuando ponen su voluntad en ello, también pueden hacer el mal cuando se deciden a cometerlo. La vida de las personas se vuelve deplorable cuando deben temer los abusos de la máxima autoridad; cuando los bienes materiales se hallan a merced de la codicia del príncipe; la libertad queda librada a su capricho, la tranquilidad depende de su ambición, la seguridad puede alterarse por su deslealtad, y la vida se halla amenazada por su crueldad. Pero este sería, precisamente, el triste cuadro de un Estado en el cual gobernase un príncipe siguiendo el modelo de Maquiavelo.
No debería terminar este prólogo sin dirigir algunas palabras a quienes creen que Maquiavelo escribió sobre lo que los príncipes son y no sobre lo que deberían ser. Este pensamiento agrada a muchos por la ironía que insinúa.
Quienes tienen una opinión tan desfavorable de los príncipes han estado sin duda bajo la influencia de los ejemplos brindados por algunos malos de ellos, contemporáneos de Maquiavelo y citados por él. O bien se han dejado engañar por la vida de algunos tiranos que constituyen una vergüenza para toda la humanidad. Yo les pido a estos críticos que comprendan que las tentaciones del trono son muy fuertes, que se necesita más de una virtud para resistirlas y que, por lo tanto, no es ningún milagro que, habiendo una gran cantidad de príncipes, se puedan señalar algunos malos entre los buenos. En el Imperio Romano – que contó con un Nerón, un Calígula o un Tiberio – el mundo recuerda con placer las virtudes y los consagrados nombres de Tito, Trajano, y Antonino.
Es, pues, una gran injusticia recriminarle a toda una Orden los vicios de tan sólo algunos de sus miembros.
La Historia debería preservar sólo los nombres de los buenos príncipes dejando a los otros morir para siempre, junto con su indolencia, sus injusticias y sus crímenes. Los libros de Historia serían menos voluminosos pero la humanidad se beneficiaría con ello; y el honor de vivir en la Historia, el grabar un nombre en los tiempos futuros y quizás hasta en la eternidad, sería un premio otorgado tan sólo a la virtud. El libro de Maquiavelo ya no infectaría los ámbitos de política. Las personas repudiarían las constantes contradicciones en las que Maquiavelo cae y el mundo se convencería de que la verdadera política de los reyes es la fundada exclusivamente sobre la justicia, la sensatez y la bondad, siendo esta política preferible, bajo cualquier supuesto, al sistema falaz y despreciable que Maquiavelo ha tenido la osadía de publicar.
Federico II de Prusia, El anti-Maquiavelo, 1740