El fin no justifica los medios

Federico II, rey-de-Prusia (1740-1786)

El Príncipe de Maquiavelo es a la ética lo que la obra de Spinoza es a la fe. Spinoza vació la fe de sus aspectos fundamentales y resecó el espíritu de la religión; Maquiavelo corrompió a la política y se dedicó a destruir los preceptos de la sana moral. Los errores del primero fueron sólo errores especulativos; los del segundo tuvieron fuerza práctica. Pero mientras los teólogos hicieron sonar campanas de alarma y lucharon contra Spinoza, refutando formalmente su obra y defendiendo a la Divinidad de sus ataques, Maquiavelo sólo ha sido molestado por moralistas. A pesar de ellos, y a pesar de su perniciosa moral, El Príncipe se encuentra con frecuencia sobre el púlpito de la política aún en nuestros días.

Me haré cargo de la defensa del humanismo contra este autor inhumano que pretende destruirlo. Me animo a oponer la Razón y la Justicia al engaño y al crimen; he colocado mis reflexiones sobre el Príncipe de Maquiavelo, capítulo por capítulo, de modo tal que el antídoto se encuentre inmediatamente próximo al veneno.

Portada del Anti-Maquiavelo

Siempre he considerado a El Príncipe como una de las obras más peligrosas que se hayan difundido por el mundo. Es un libro que cae naturalmente en las manos de los príncipes y de quienes aman la política. Con máximas que halagan a las pasiones es bien fácil corromper a un joven ambicioso cuyo corazón y juicio no están lo suficientemente formados como para distinguir con precisión el bien del mal.

Si es malo pervertir la inocencia de un individuo privado que tiene sólo escasa influencia sobre las cuestiones de este mundo, mucho peor es pervertir a un príncipe que debe gobernar a su pueblo, administrar justicia y ser un ejemplo para sus súbditos; a una persona que por su bondad, magnanimidad y compasión debe comportarse como alguien digno de ser considerado un hombre creado a la imagen y semejanza de Dios.

Las inundaciones que devastan regiones enteras, el rayo que incendia ciudades reduciéndolas a cenizas, la plaga que se lleva la población de toda una provincia; todo ello no es tan perjudicial para el mundo como la peligrosa moral y las pasiones desenfrenadas de los reyes. Las plagas celestiales duran sólo un tiempo, devastan tan sólo algunas regiones y las pérdidas, por más dolorosas que sean, pueden ser reparadas. Pero los crímenes de los reyes los sufre todo un pueblo y por un tiempo mucho mayor.

Así como los reyes tienen el poder de hacer el bien cuando ponen su voluntad en ello, también pueden hacer el mal cuando se deciden a cometerlo. La vida de las personas se vuelve deplorable cuando deben temer los abusos de la máxima autoridad; cuando los bienes materiales se hallan a merced de la codicia del príncipe; la libertad queda librada a su capricho, la tranquilidad depende de su ambición, la seguridad puede alterarse por su deslealtad, y la vida se halla amenazada por su crueldad. Pero este sería, precisamente, el triste cuadro de un Estado en el cual gobernase un príncipe siguiendo el modelo de Maquiavelo.

No debería terminar este prólogo sin dirigir algunas palabras a quienes creen que Maquiavelo escribió sobre lo que los príncipes son y no sobre lo que deberían ser. Este pensamiento agrada a muchos por la ironía que insinúa.

Quienes tienen una opinión tan desfavorable de los príncipes han estado sin duda bajo la influencia de los ejemplos brindados por algunos malos de ellos, contemporáneos de Maquiavelo y citados por él. O bien se han dejado engañar por la vida de algunos tiranos que constituyen una vergüenza para toda la humanidad. Yo les pido a estos críticos que comprendan que las tentaciones del trono son muy fuertes, que se necesita más de una virtud para resistirlas y que, por lo tanto, no es ningún milagro que, habiendo una gran cantidad de príncipes, se puedan señalar algunos malos entre los buenos. En el Imperio Romano – que contó con un Nerón, un Calígula o un Tiberio – el mundo recuerda con placer las virtudes y los consagrados nombres de Tito, Trajano, y Antonino.

Es, pues, una gran injusticia recriminarle a toda una Orden los vicios de tan sólo algunos de sus miembros.

La Historia debería preservar sólo los nombres de los buenos príncipes dejando a los otros morir para siempre, junto con su indolencia, sus injusticias y sus crímenes. Los libros de Historia serían menos voluminosos pero la humanidad se beneficiaría con ello; y el honor de vivir en la Historia, el grabar un nombre en los tiempos futuros y quizás hasta en la eternidad, sería un premio otorgado tan sólo a la virtud. El libro de Maquiavelo ya no infectaría los ámbitos de política. Las personas repudiarían las constantes contradicciones en las que Maquiavelo cae y el mundo se convencería de que la verdadera política de los reyes es la fundada exclusivamente sobre la justicia, la sensatez y la bondad, siendo esta política preferible, bajo cualquier supuesto, al sistema falaz y despreciable que Maquiavelo ha tenido la osadía de publicar.

Federico II de Prusia, El anti-Maquiavelo, 1740

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El concepto «Pueblo», según la Enciclopedia

Le Nain: Familia feliz, 1642

«Antaño, en Francia, el pueblo era considerado la parte más útil, la más preciosa y, por consiguiente, la más respetable de la nación. Entonces se creía que el pueblo podía ocupar un lugar en los Estados Generales y los Parlamentos del Reino hacían razón común de la del pueblo y de la suya propia. Las ideas han cambiado, y ahora hasta la clase de hombres que ha de formar el pueblo se reduce cada día más. Antaño era el pueblo el estado general de la nación, simplemente opuesto a los grandes y los nobles. Incluía a los labradores, los obreros, los artesanos, los negociantes, los financieros, las gentes de letras y las gentes de leyes. Pero un hombre de gran ingenio, que público hace cerca de veinte años una disertación sobre la naturaleza del pueblo piensa que ese cuerpo de la nación se reduce actualmente a los obreros y a los labradores. Refiramos sus propias reflexiones sobre esta materia que contribuyen a probar su sistema.

Las gentes de leyes, dice, han salido de la clase del pueblo ennobleciéndose sin ayuda de la espada, y las gentes de letras, al modo de Horacio, han considerado al pueblo como profano. No sería honesto llamar pueblo a quienes cultivan las bellas artes, ni siquiera dejar en la clase del pueblo a esos artesanos o, por mejor decir, artistas refinados que trabajan el lujo, unas manos que pintan divinamente un carruaje, que engarzan un diamante a la perfección, que arreglan una prenda de moda soberbiamente, tales manos no se parecen en nada a las manos del pueblo. Guardémonos también de mezclar a los negociantes con el pueblo desde que puede adquirirse la nobleza por medio del comercio, los financieros han tomado tan altos vuelos que se codean con los grandes del reino y se han mezclado y confundido con ellos, aliados de los nobles, a los que conceden pensiones, sostienen y sacan de la miseria. Pero para que puede juzgarse mejor cuán absurdo sería confundirlos con el pueblo bastará considerar un momento de la vida de los hombres de esos vuelos y la del pueblo […].

No quedan, pues, en la masa del pueblo, más que los obreros y los labradores. Yo contemplo con interés su modo de existir, y hallo que si el obrero vive en su choza o en algún reducto que nuestras ciudades le dejan es porque se tiene necesidad de su fuerza. Se levanta con el sol y sin mirar la fortuna que sonríe a lo alto, toma su ropa de todo el año y pica en nuestras minas y canteras, deseca nuestras marismas, limpia nuestras calles, levanta nuestras casas y fabrica nuestros muebles, llega el hambre y todo le parece bueno, y al terminar el día se acuesta duramente en brazos del cansancio.

El labrador, otro hombre del pueblo, está ya muy ocupado antes del alba, sembrando nuestras tierras, cultivando nuestros campos y regando nuestros huertos. Soporta el calor, el frío, la altanería de los grandes, la insolencia de los ricos, el despojo de los exactores, el pillaje de los oficiales y hasta los destrozos de los animales salvajes que no se atreve a alejar de sus cosechas por respeto a los placeres de los poderosos».

Jaucourt: Artículo “Pueblo”, en la Enciclopedia, 1751-52

El contrato social y la voluntad general en Rousseau

Jean-Jacques Rousseau (Ginebra, Suiza, 1712-Ermenonville, Francia, 1778)

Origen del contrato social

«Supongamos a los hombres en un punto en que los obstáculos que dañan su conservación, en el estado de naturaleza, inutilizan, por su resistencia, las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en esa situación. En ese momento, tal estado primitivo no puede seguir subsistiendo y el género humano perecería si no cambiara su modo de ser y existir.

Así como los hombres no pueden crear nuevas fuerzas, sino sólo unir y dirigir las existentes, tampoco tienen otro medio de conservación sino el de fomentar por agregación una suma de fuerzas que los coloque en condiciones de resistir, que puedan moverse de acuerdo y obrar concertadamente.

Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos hombres, pero al ser la fuerza y la libertad los primeros instrumentos de la conservación de cada hombre, ¿cómo podrá comprometerlos sin hacerse daño y sin descuidar todo lo que se debe a sí mismo?

La mencionada dificultad puede enunciarse en los siguientes términos: «encontrar una forma de asociación que defienda y proteja, con todas las fuerzas comunes, a la persona y bienes de cada asociado; en ella, la unión de cada uno con el resto permite, no obstante, que cada uno no obedezca sino a sí mismo y siga tan libre como antes». Tal es el problema a cuya solución apunta el contrato social.

Las cláusulas de este contrato están tan determinadas por la naturaleza del acto que la más leve modificación las hace vanas y nulas aunque ellas nunca hayan sido formalmente enunciadas son en todo y por todo tácitamente admitidas y reconocidas; y cuando se viola este pacto social cada hombre vuelve a sus primeros deberes y recobra la libertad natural perdiendo al mismo tiempo la libertad convencional por cuya causa renuncio a la primera.

Estas cláusulas bien entendidas se reducen a una sola: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a la comunidad porque si cada uno se entrega íntegramente la condición es idéntica para todos y por ende nadie tiene derecho de tornarla onerosa para los demás

Portada de un ejemplar El contrato social

Por otra parte si la enajenación se practica sin reservas la unión es tan perfecta como puede serlo y ningún asocia do tiene motivo de reclamo. Pero si se conservan algunos derechos particulares, al no existir autoridad superior común que se pronuncie sobre ellos, al ser cada uno, en cualquier momento, su propio juez, aspiraría muy pronto a convertirse en juez de todos: en tal caso subsistiría aún el estado de la naturaleza y la asociación sería tiránica o vana. Además, cuando cada hombre se da a todos no se da a nadie, y como tampoco tiene él ningún derecho sobre los demás, gana el equivalente de todo lo que pierde y más fuerza para conservar lo que tiene.

Si se separa del pacto social lo que no hace a su esencia, queda reducido a los términos siguientes: cada uno de nosotros pone su persona y todo su poder bajo la dirección suprema de la voluntad general y nosotros, como cuerpo, recibimos a cada miembro como parte indivisible del todo. De inmediato en lugar de la persona individual de cada con tratante este acto de asociación genera un cuerpo moral colectivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea que confirma en ese mismo acto su unidad su personalidad común su vida y voluntad. Esta persona pública que se forma así por la unión de todos se llamaba antes ciudad y hoy debe llamarse república o cuerpo político también es llamada por sus miembros Estado, cuando es pasivo, soberano cuando es activo, y potencia cuando se la compara con sus semejantes. En lo referente a sus asociados, colectivamente reciben el nombre de pueblo, y se llaman en particular ciudadanos como participantes de la autoridad soberana, y vasallos, cuando sometidos al Estado. […]

La soberanía es inalienable

La primera y más importante consecuencia de los principios hasta aquí establecidos es que solo la voluntad general puede dirigir las fuerzas del estado segun el fin de su institución, que es el bien común; pues si la oposición de los intereses particulares ha hecho necesario el establecimiento de las sociedades, la conformidad de estos mismos intereses le ha hecho posible. Lo que hay de común entre estos diferentes intereses es lo que forma el vínculo social; y si no hubiese algun punto en el que todos los intereses estuviesen conformes, ninguna sociedad podria existir: luego la sociedad debe ser gobernada únicamente conforme a este interés común.

Digo segun esto, que no siendo la soberanía mas que el ejercicio de la voluntad general nunca se puede enagenar; y que el soberano, que es un ente colectivo, solo puede estar representado por sí mismo: el poder bien puede transmitirse, pero la voluntad no.

En efecto, si bien no es imposible que una voluntad particular convenga en algun punto con la voluntad general, lo es a lo menos que esta conformidad sea duradera y constante; pues la voluntad particular se inclina por su naturaleza a los privilegios, y la voluntad general a la igualdad. Todavia es más imposible tener una garantía de esta conformidad, aún cuando hubiese de durar siempre; ni seria esto un efecto del arte, sino de la casualidad. Bien puede decir el Soberano: actualmente quiero lo que tal hombre quiere o a lo menos lo que dice querer; pero no puede decir: lo que este hombre querrá mañana, yo tambien lo querré: pues es muy absurdo que la voluntad se esclavice para lo venidero y no depende de ninguna voluntad el consentir en alguna cosa contraria al bien del mismo ser que quiere. Luego si el pueblo promete simplemente obedecer, por este mismo acto se disuelve y pierde su calidad de pueblo; apenas hay un señor, ya no hay soberano, y desde luego se halla destruido el cuerpo político.

No es esto decir que las órdenes de los jefes no puedan pasar por voluntades generales mientras que el soberano, libre de oponerse a ellas, no lo hace. En este caso el silencio universal hace presumir el consentimiento del pueblo. Pero esto ya se explicará con mayor detención.

ROUSSEAU, Jean-Jacques, El contrato social, «Capítulo VI: Del pacto social», 1762.

El objetivo de la sociedad política y del gobierno, según Locke

John Locke

«Tenemos, pues, que la finalidad máxima y principal que buscan los hombres al reunirse en Estados o comunidades, sometiéndose a un gobierno, es la de salvaguardar sus bienes; esa salvaguardia es muy incompleta en el estado de naturaleza.

En primer lugar, se necesita una ley establecida, aceptada, conocida y firme que sirva por común consenso de norma de lo justo y de lo injusto, y de medida común para que puedan resolverse por ella todas las disputas que surjan entre los hombres. Aunque la ley natural es clara e inteligible para todas las criaturas racionales, los hombres, llevados de su propio interés, o ignorantes por falta de estudio de la misma, se sienten inclinados a no reconocerla como norma que los obliga cuando se trata de aplicarla a los casos en que está en juego su interés.

En segundo lugar, hace falta en el estado de naturaleza un juez reconocido e imparcial, con autoridad para resolver todas las diferencias, de acuerdo con la ley establecida. Como en ese estado es cada hombre juez y ejecutor de la ley natural, y como todos ellos son parciales cuando se trata de sí mismos, es muy posible que la pasión y el rencor los lleven demasiado lejos; que tomen con excesivo acaloramiento sus propios problemas y que se muestren negligentes y despreocupados con los problemas de los demás.

En tercer lugar, se carece con frecuencia en el estado de naturaleza de un poder suficiente que respalde y sostenga la sentencia cuando ésta es justa, y que la ejecute debidamente. Quienes se han hecho culpables de una injusticia rara vez dejarán de mantenerla si disponen de fuerza para ello. Esa resistencia convierte muchas veces en peligroso el castigo, resultando con frecuencia muertos quienes tratan de aplicado.

Así es como el género humano se ve rápidamente llevado hacía la sociedad política a pesar de todos los privilegios de que goza en el estado de naturaleza, porque mientras permanecen dentro de éste su situación es mala. […] Los inconvenientes a que están expuestos, dado que cualquiera de ellos puede poner por obra sin norma ni limite el poder de castigar las transgresiones de los demás, los impulsan a buscar refugio, a fin de salvaguardar sus bienes, en las leyes establecidas por los gobiernos».

Locke, J.: Ensayo sobre el gobierno civil, 1690.

La necesidad de un contrato social y la división de poderes, según Locke

John Locke (Wrington, Somerset, 1632-Oaks, Essex, 1704)

«En tiempos en que la violencia se sale de cauce y se convierte en patrimonio de quienes libre, naturalmente quieren ejercerla, es bueno regresar a estos conceptos fundacionales de los «pactos sociales», porque me permiten darle sentido a la vida en sociedad como un acuerdo – tácito o implícito – que todos debemos signar. Uno tiene la impresión de que quienes ejercen una violencia naturalmente irracional observan nuestros argumentos diciendo: «a nosotros nadie nos habló de pactos… y nunca lo firmamos, porque de firmarlo hubiéramos puestos nuestras condiciones». […]

En su consecuencia, siempre que cierto número de hombres se unen en sociedad renunciando cada uno de ellos al poder de ejecutar la ley natural, cediéndolo a la comunidad, entonces y sólo entonces se constituye una sociedad política o civil. Este hecho se produce siempre que cierto número de hombres que vivían en el estado de naturaleza se asocian para formar un pueblo, un cuerpo político, sometido a un gobierno supremo, o cuando alguien se adhiere y se incorpora a cualquier gobierno ya constituido. Por ese hecho autoriza a la sociedad o, lo que es lo mismo, a su poder legislativo, para hacer las leyes en su nombre según convenga al bien público o de la sociedad, y para ejecutarlas siempre que se requiera su propia asistencia (como si se tratase de decisiones propias suyas). Eso es lo que saca al hombre de un estado de naturaleza y lo coloca dentro de una sociedad civil, es decir, el hecho de establecer en este mundo un juez con autoridad para decidir todas las disputas, y reparar todos los daños que pueda sufrir un miembro cualquiera de la misma. Ese juez es el poder legislativo, o lo son los magistrados que él señale. Siempre que encontremos a cierto número de hombres, asociados entre, pero sin disponer de ese poder decisivo a quien apelar, podemos decir que siguen en estado de naturaleza.

Y para impedir que tos hombres atropellen los derechos de los demás, que se dañen recíprocamente, y para que sea observada la ley de la Naturaleza, que busca la paz y la conservación de todo el género humano, ha sido puesta en manos de todos los hombres, dentro de ese estado, la ejecución de la ley natural; por eso tiene cualquiera el derecho de castigar a los transgresores de esa ley con un castigo que impida su violación. Sería vana la ley natural, como todas las leyes que se relacionan con los hombres en este mundo, si en el estado natural no hubiese nadie con poder para hacerla ejecutar, defendiendo de ese modo a los inocentes y poniendo un obstáculo a los culpables, y si un hombre puede, en el estado de Naturaleza, castigar a otro por cualquier daño que haya hecho, todos los hombres tendrán este mismo derecho, por ser aquel un estado de igualdad perfecta, en el que ninguno tiene superioridad o jurisdicción sobre otro, y todos deben tener derecho a hacer lo que uno cualquiera puede hacer para imponer el cumplimiento de dicha ley. […]

Ahora bien, el poder legislativo supremo, lo mismo cuando es ejercido por una persona que cuando lo es por muchas, lo mismo si es ejercitado de una manera ininterrumpida que si lo es únicamente a intervalos, permanece, a pesar de que sea el supremo poder de cualquier Estado, sometido a las restricciones siguientes: En primer lugar no es ni puede ser un poder absolutamente arbitrario sobre las vidas y los bienes de las personas […] No dejan de tener fuerza, al entrar en sociedad, las obligaciones que dimanan de las leyes naturales […] De este modo, la ley natural subsiste como norma eterna de todos los hombres, sin exceptuar a los legisladores. Las reglas que éstos dictan y por las que han de regirse los actos de los demás tienen, lo mismo que sus propios actos y los de las otras personas, que conformarse a la ley natural, es decir, a la voluntad de Dios, de la que esa ley es manifestación. […]

En segundo lugar, la autoridad suprema o poder legislativo no puede atribuirse la facultad de gobernar mediante decretos arbitrarios o circunstanciales, sino que está obligada a dispensar la justicia y a señalar los derechos de los súbditos mediante leyes fijas y promulgadas, aplicadas por jueces conocidos.

En tercer lugar, el poder supremo no puede arrebatar ninguna parte de sus propiedades a ningún hombre sin su propio consentimiento. El poder legislativo no puede transferir a otras manos el poder de hacer las leyes, ya que este poder lo tiene únicamente por delegación del pueblo.

El pueblo es el único que puede determinar la forma de gobierno de la comunidad política, y eso lo hace al instituir el poder legislativo, y señalar en qué manos debe estar.»

Locke, J.: Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, 1690.

La división de poderes, según Montesquieu

Montesquieu

“En cada Estado hay tres clases de poderes: el legislativo, el ejecutivo de las cosas pertenecientes al derecho de gentes, y el ejecutivo de las que pertenecen al civil.

Por el primero, el príncipe o el magistrado hace las leyes para cierto tiempo o para siempre, y corrige o deroga las que están hechas. Por el segundo, hace la paz o la guerra, envía o recibe embajadores, establece la seguridad y previene las invasiones; y por el tercero, castiga los crímenes o decide las contiendas de los particulares. Este último se llamará poder judicial; y el otro, simplemente, poder ejecutivo del Estado.

La libertad política, en un ciudadano, es la tranquilidad de espíritu que proviene de la opinión que cada uno tiene de su seguridad; y para que se goce de ella, es preciso que sea tal el gobierno que ningún ciudadano tenga motivo de temer a otro.

Cuando los poderes legislativo y ejecutivo se hallan reunidos en una misma persona o corporación, entonces no hay libertad, porque es de temer que el monarca o el senado hagan leyes tiránicas para ejecutarlas del mismo modo.

Así sucede también cuando el poder judicial no está separado del poder legislativo y del ejecutivo. Estando unido al primero, el imperio sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, por ser uno mismo el juez y el legislador y, estando unido al segundo, sería tiránico, por cuanto gozaría el juez de la fuerza misma que un agresor.

En el Estado en que un hombre solo, o una sola corporación de próceres, o de nobles, o del pueblo administrase los tres poderes, y tuviese la facultad de hacer las leyes, de ejecutar las resoluciones públicas y de juzgar los crímenes y contiendas de los particulares, todo se perdería enteramente.

La división de poderes

El poder judicial no debe confiarse a un senado permanente y sí a personas elegidas entre el pueblo en determinadas épocas del año, de modo prescrito por las leyes, para formar un tribunal que dure solamente el tiempo que requiera la necesidad.

De este modo el poder de juzgar, tan terrible en manos del hombre, no estando sujeto a una clase determinada, ni perteneciente exclusivamente a una profesión se hace, por decirlo así, nulo e invisible. Y como los jueces no están presentes de continuo, lo que se teme es la magistrartura y no se teme a los magistrados.

Y es necesario también que en las grandes acusaciones el criminal, unido con la ley, pueda elegir sus jueces, o cuando menos recusar un número tan grande de ellos que los que resten se consideren elegidos por él. ”

Montesquieu. El espíritu de las leyes. 1748.

Versión española de "El espíritu de las leyes", 1800