La enfermedad de los Estados democráticos

Otto Dix: Gran ciudad (panel central), Óleo y témpera sobre madera, 1927-1928

No fue por falta de poder, sino por carencia de dotes de gobierno, por lo que las democracias liberales fracasaron. No consiguieron restablecer el orden en la enorme extensión del mundo que, fuera de la Rusia revolucionaria, se hallaba aún bajo su influencia, dócil a sus directrices, sujeta a sus decisiones, trabajando en pro de idéntica economía, dentro de la misma  comunidad internacional y pensando de modo similar. […]

Al poner su veto a la reconciliación con Alemania, la opinión pública hizo imposible un arreglo completo. Y así, cuando una nueva generación de alemanes hubo surgido, éstos se rebelaron. Pero las democracias occidentales, que antes se habían mostrado belicistas al extremo de no querer concertar la paz con la desarmada República, se habían vuelto ahora demasiado pacíficas para correr los riesgos que hubieran impedido la guerra que Hitler anunciaba. Y tras haber desdeñado dichos riesgos, tampoco quisieron prepararse para la guerra. Las democracias europeas escogieron la doble negativa del apaciguamiento desarmado, mientras la democracia americana se inclinaba hacia el aislacionismo, también desarmado. […]

En los gabinetes gubernamentales, donde se percibe con claridad la vehemencia y la pasión de los sentimientos públicos, los estadistas no se sienten seguros. Sus vidas políticas se hallan sometidas a dura prueba, y su situación reclama de ellos una continua adulación de la inquieta masa de votantes que los eligió, lo cual les priva de independencia. Los políticos demócratas rara vez pueden permitirse el lujo de explicar la verdad a los pueblos.

[…] Los políticos demócratas triunfadores son, en realidad, hombres intimidados e inseguros. Progresan por el camino de la política aplacando, sobornando, seduciendo, embaucando, arreglándoselas para manipular a su antojo a los elementos más pedigüeños y amenazadores del electorado. Para ellos la consideración decisiva no estriba en si la propuesta hecha pública es buena, sino en si resulta popular; no en si logrará efectos perdurables, sino en si la masa de votantes la hallará inmediatamente de su agrado. Los políticos racionalizan dicha servidumbre afirmando que en una democracia los hombres públicos son servidores de la masa.

La debilitación del poder gubernativo es la enfermedad de los estados democráticos. Conforme dicha dolencia se agrava, los poderes ejecutivos se hacen altamente susceptibles de intrusión y usurpación por parte de las asambleas elegidas; se sienten presionados y obstaculizados por la constante pugna de los partidos, por los agentes de intereses organizados y por los portavoces de sectarios e ideólogos. […]

Con frecuencia se acepta, aunque sin garantía alguna, que las opiniones del pueblo, es decir, de la masa electoral, deben ser consideradas como expresión de los intereses del «pueblo» como comunidad histórica. El problema crucial de la democracia moderna tiene su raíz en el hecho de que dicha suposición es falsa.

LIPPMANN, W.: La crisis de la democracia occidental. Hacia una nueva democracia, I.E.E., Barcelona, 1956, pp. 32-43. (Tomado de: ARMESTO SÁNCHEZ, J.: Crónica. Textos y documentos de historia contemporánea, Ed. Vicens Vives, Barcelona, 1987, pp. 271-272.