La especulación bursátil en los años 20

Evolución de las acción en Walt Street

Hay un texto, con lenguaje sencillo e ingenioso, debido a la pluma del escritor francés Bertrand de Jouvenel, La crise du capitalime americain, que en los primeros años de la depresión explicaba la desafortunada especulación bursátil de Wall Street y el señuelo de los lazos para forzar el consumo, a través del gracioso periplo económico de Jones, símbolo americano medio.

Jones tenía en 1921 2.000 dólares ahorrados. No sabiendo qué hacer con ellos. compró acciones de la RCA y de la Goodyear a precio entre dos y cinco dólares la acción. En 1924 se felicitó por su ingenio sus acciones habían subido y valían ya 10.000 dólares. Había multiplicado su capital por cinco. Animado, decidió no venderlas y tratar de adquirir otro buen paquete. No tenía dinero pero, depositando sus acciones como garantía pudo fácilmente obtener un crédito de 6.000 dólares, y así volver a comprar acciones en bolsa. En 1927 sus títulos valían 36.000 dólares. Lleno de confianza en el porvenir, decide no vender más que lo indispensable para pagar los intereses de sus créditos. ¿Para qué reembolsarlos? Basta con comprar nuevas acciones. Tampoco ahorra ni un dólar, ya que las, subidas de la bolsa le enriquecen día a día. Entonces decide comprarse un coche y una buena casa, a plazos ambos, más una hipoteca sobre ésta. Y sigue sus inversiones, siempre a crédito, naturalmente. Va a todas las ampliaciones que se le ofrecen. En 1928 posee ya un capital en acciones de 136.000 dólares. Pero como, dan muy poco beneficio, tiene que echar mano de sus sueldo para amortizar sus crecientes cargas financieras. Impone en la casa una drástica reducción de gastos. ¿Vender acciones? Sólo en último momento. Son un valor seguro y en alza. Al inicio de 1929 posee ya, 285.000 dólares, pero necesita dinero efectivo de forma ineludible y urgente. Las letras del coche, los plazos de la hipoteca y los intereses de los préstamos se comen ya todos sus ingresos. Hay que vender acciones. Pero todos los Jones del país tienen que vender.

Los grandes especuladores hace ya tiempo que se pusieron a salvo, liquidando sus ganancias y tomando posición a la baja. En un mes, las acciones de Jones sólo valen 39.000 dólares. Su capital en títulos no cubre lo que debe, e innumerables Jones son apremiados por sus vendedores de coches, sus prestamistas y sus banqueros . Hay que vender el coche, la casa y parte de las acciones. Pierde dinero en todas las ventas, pero aún confía en que el resto de sus acciones vuelvan a subir. En 1930 no valen ya nada prácticamente. En el mismo año pierde su empleo por efectos de la crisis.

Esta es la historia de Jones, en definitiva, la historia del pueblo americano. En ella se ilustran todos los componentes de una crisis. La caída de la bolsa (el índice de cotización pasó de 79 en 1921, a 448 en 1929). Los préstamos para especulación, de 774 millones de dólares, a 6.800 en el mismo periodo. Las compras a plazos de Jones representan el desenfreno consumista, atizado constantemente con la necesidad de dar salida al exceso de producción, es una prosperidad basada en el crédito y no en la solidez económica.

J. Lezcano,  El País, 16 de abril de 1983

Fuente: http://webs.ono.com/pedabagon/pedro/Historiacontemporanea/temas/1929/ejercicios/ejercicios.html

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La difícil coyuntura social en Chile durante los años 20

El Charleston fue un ritmo, pero también un símbolo que caracterizó a una época de despreocupación mucho antes de que la crisis del 29 y la Segunda Guerra Mundial llegaran para arruinar el panorama. Después de los horrores de la primera guerra mundial, la gente joven sólo quería pasarlo bien. Se deshicieron de todos los convencionalismos para adoptar una vida más frívola. Los hombres y mujeres bailaban sin parar los nuevos ritmos del jazz y el Charleston considerados como una influencia diabólica para la juventud.

La guerra en Europa había terminado y los vagones llenos de muertos eran un clamor lejano, pero que aún no se apagaba. De allí estaban llegando las ideas subversivas traídas por los vientos incontrolables de la radio, el telégrafo y los buques cargados de emigrantes que llegaban como un tropel atónito, escapando al hambre de su tierra, asolados por el rugido de las bombas y por los muertos pudriéndose en los surcos del arado. Era año de elecciones presidenciales y de preocuparse por el vuelco que estaban tomando los acontecimientos. El país despertaba. La oleada de descontento que agitaba al pueblo estaba golpeando la sólida estructura de aquella sociedad oligárquica. En los campos hubo de todo: sequía, caracol, fiebre aftosa. En el Norte había cesantía y en la capital se sentía el efecto de la guerra lejana. Fue un año de miseria en el que lo único que faltó para rematar el desastre fue un terremoto. La clase alta, sin embargo, dueña del poder y de la riqueza, no se dio cuenta del peligro que amenazaba el frágil equilibrio de su posición. Los ricos se divertían bailando el charlestón y los nuevos ritmos del jazz, el fox-trot y unas cumbias de negros que eran una maravillosa indecencia. Se renovaron los viajes en barco a Europa, que se habían suspendido durante los cuatro años de guerra y se pusieron de moda otros a Norteamérica. Llegó la novedad del golf, que reunía a la mejor sociedad para golpear una pelotita con un palo, tal como doscientos años antes hacían los indios en esos mismos lugares. Las damas se ponían collares de perlas falsas hasta las rodillas y sombreros de bacinilla hundidos hasta las cejas, se habían cortado el pelo como hombres y se pintaban como meretrices, habían suprimido el corsé y fumaban pierna arriba. Los caballeros andaban deslumbrados por el invento de los coches norteamericanos, que llegaban al país por la mañana y se vendían el mismo día por la tarde, a pesar de que costaban una pequeña fortuna y no eran más que un estrépito de humo y tuercas sueltas corriendo a velocidad suicida por unos caminos que fueron hechos para los caballos y otras bestias naturales, pero en ningún caso para máquinas de fantasía. En las mesas de juego se jugaban las herencias y las riquezas fáciles de la posguerra, destapaban el champán, y llegó la novedad de la cocaína para los más refinados y viciosos. La locura colectiva parecía no tener fin.

Pero en el campo los nuevos automóviles eran una realidad tan lejana como los vestidos cortos y los que se libraron del caracol y la fiebre aftosa lo anotaron como un buen año. Esteban Trueba y otros terratenientes de la región se juntaban en el club del pueblo para planear la acción política antes de las elecciones. Los campesinos todavía vivían igual que en tiempos de la Colonia y no habían oído hablar de sindicatos, ni de domingos festivos, ni de un salario mínimo, pero ya comenzaban a infiltrarse en los fundos los delegados de los nuevos partidos de izquierda, que entraban disfrazados de evangélicos, con una Biblia en un sobaco y sus panfletos marxistas en el otro, predicando simultáneamente la vida abstemia y la muerte por la revolución. Estos almuerzos de confabulación de los patrones terminaban en borracheras romanas o en peleas de gallos y al anochecer tomaban por asalto el Farolito Rojo, donde las prostitutas de doce años y Carmelo, el único marica del burdel y del pueblo, bailaban al son de una vitrola antediluviana, bajo la mirada alerta de la Sofía, que ya no estaba para esos trotes, pero que todavía tenía energía para regentarlo con mano de hierro y para impedir que se metieran los gendarmes a fregar la paciencia y los patrones a propasarse con las muchachas, jodiendo sin pagar.

Isabel Allende. La Casa de los Espíritus. Ed. Plaza y Janés. Barcelona, 1992, pp. 44-45

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El Crack de la Bolsa de Nueva York, según Groucho Marx

Groucho Marx (1890 - 1977)

Muy pronto, un negocio mucho más atractivo que el teatral atrajo mi atención y la del país. Era un asuntillo llamado mercado de valores. Lo conocí por primera vez hacia 1926. Constituyó una sorpresa agradable descubrir que era un negociante muy astuto. O por lo menos eso parecía, porque todo lo que compraba aumentaba de valor. No tenía asesor financiero. ¿Quién lo necesitaba? Podías cerrar los ojos, apoyar el dedo en cualquier punto del enorme tablero mural y la acción que acababas de comprar empezaba inmediatamente a subir. Nunca obtuve beneficios. Parecía absurdo vender una acción a 30 cuando se sabía que dentro del año doblaría o triplicaría su valor.

Mi sueldo semanal en Los cuatro cocos era de unos dos mil, pero esto era calderilla en comparación con la pasta que ganaba teóricamente en Wall Street. Disfrutaba trabajando en la revista, pero el salario me interesaba muy poco. Aceptaba de todo el mundo confidencias sobre el mercado de valores. Ahora cuesta creerlo, pero incidentes como el que sigue eran corrientes en aquellos días.

Subí a un ascensor del hotel Copley Plaza, en Boston. El ascensorista me reconoció y dijo:

— Hace  un ratito  han subido dos individuos,  señor Marx, ¿sabe?  Peces gordos, de verdad. Vestían americanas cruzadas y llevaban claveles en las solapas. Hablaban del mercado de valores y, créame, amigo, tenían aspecto de saber lo que decían. No se han figurado que yo estaba escuchándoles, pero cuando manejo el ascensor siempre tengo el oído atento. ¡No voy a pasarme toda la vida haciendo subir y bajar uno de estos cajones! El caso es que oí que uno de los individuos decía el otro: «Ponga todo el dinero que pueda obtener en United Corporation».

— ¿Cómo se llaman esos valores? —pregunté. Me lanzó una mirada burlona.

— ¿Qué le ocurre, amigo? ¿Tiene algo en las orejas que no le funciona bien? Ya se lo he dicho. El hombre ha mencionado la United Corporation.

Le di cinco dólares y corrí hacia la habitación de Harpo. Le informé inmediatamente acerca de esta mina de oro en potencia con que me había tropezado en el ascensor. Harpo acababa de desayunar y todavía iba en batín.

— En el vestíbulo de este hotel están las oficinas de un agente de Bolsa —dijo—. Espera a que me vista y correremos a comprar estas acciones antes de que se esparza la noticia.

— Harpo —dije—, ¿estás loco? ¡Si esperamos hasta que te hayas vestido, estas acciones pueden subir diez enteros!

De modo que con mis ropas de calle y Harpo con su batín, corrimos hacia el vestíbulo, entramos en el despacho del agente y en un santiamén compramos acciones de la United Corporation por valor de 160.000 dólares, con un margen del 25 por ciento.

Para los pocos afortunados que no se arruinaron en 1929 y que no están familiarizados con Wall Street, permítanme explicar lo que significa ese margen del 25 por ciento. Por ejemplo, si uno compraba 80.000 dólares de acciones, sólo tenía que pagar en efectivo 20.000. El resto se le quedaba a deber al agente. Era como robar dinero.

El miércoles por la tarde, en Broadway, Chico encontró a un habitual de Wall Street, quien le susurró:

— Chico, ahora vengo de Wall Street y allí no se habla de otra cosa que del Cobre Anaconda. Se vende a ciento treinta y ocho dólares la acción y se rumorea que llegará hasta los quinientos. ¡Cómpralas antes de que sea demasiado tarde! Lo sé de muy buena tinta.

Chico corrió inmediatamente hacia el teatro con la noticia de esta oportunidad. Era una función de tarde y retrasamos treinta minutos el alzamiento del telón hasta que nuestro agente nos aseguró que habíamos tenido la fortuna de conseguir seiscientas acciones. ¡Estábamos entusiasmados! Chico, Harpo y yo éramos cada uno propietario de doscientas acciones de estos valores que rezumaban oro. El agente incluso nos felicitó. Dijo:

—No ocurre a menudo que alguien entre con tan buen pie en una compañía como la Anaconda.

El mercado siguió subiendo y subiendo. Cuando estábamos de gira, Max Gordon, el productor teatral, solía ponerme una conferencia telefónica cada mañana desde Nueva York, sólo para informarme de la cotización del mercado y de sus predicciones para el día. Dichos augurios nunca variaban. Siempre eran «arriba, arriba, arriba». Hasta entonces yo no había imaginado que se pudiera hacerse rico sin trabajar.

Max me llamó una mañana y me aconsejó que comprara unos valores llamados Auburn. Eran de una compañía de automóviles, ahora inexistente.

— Marx  —dijo—,  es  una  gran  oportunidad.  Pegará  más  saltos  que  un  canguro. Cómpralo ahora, antes de que sea demasiado tarde.

Luego añadió:

— ¿Por qué no abandonas Los cuatro cocos y olvidas esos miserables dos mil semanales que ganas? Son calderilla. Tal como manejas tus finanzas, aseguraría que puedes ganar más dinero en una hora, instalado en el despacho de un agente de valores, que los que puedes obtener haciendo ocho representaciones semanales en Broadway.

— Max —contesté—, no hay duda de que tu consejo es sensacional. Pero al fin y al cabo  tengo  ciertas  obligaciones  con  Kaufman,  Ryskind,  Irving  Berlin  y  con  mi productor, Sam Harris.

Lo que por entonces no sabía era que Kaufman, Ryskind, Berlin y Harris compraban también con margen y que, finalmente, iban a ser aniquilados por sus asesores financieros. Sin embargo, por consejo de Max, llamé inmediatamente a mi agente y le instruí para que me comprara quinientas acciones de la Auburn Motor Company.

Pocas semanas más tarde, me encontraba paseando por los terrenos de un club de campo, con el señor Gordon. Grandes y costosos cigarros habanos colgaban de nuestros labios. El mundo era una delicia y el cielo asomaba en los ojos de Max. (Así como también unos símbolos del dólar.) El día anterior, las Auburn habían pegado un salto de treinta y ocho enteros. Me volví hacia mi compañero de golf y dije:

— Max, ¿cuánto tiempo durará esto?

Max repuso, utilizando una frase de Al Jolson.

— Hermano, ¡todavía no has visto nada!

Lo más sorprendente del mercado, en 1929, era que nadie vendía una sola acción. La gente compraba sin cesar. Un día, con cierta timidez, hablé a mi agente en Great Neck acerca de este fenómeno especulativo.

— No sé gran cosa sobre Wall Street —empecé a decir en tono de disculpa—, pero, ¿qué es lo que hace que esas acciones sigan ascendiendo? ¿No debiera haber alguna relación entre las ganancias de una compañía, sus dividendos y el precio de venta de sus acciones?

Por encima de mi cabeza, miró a una nueva víctima  que acababa de entrar en su despacho y dijo:

—Señor Marx, tiene mucho que aprender acerca del mercado de valores. Lo que usted no sabe respecto a las acciones serviría para escribir un libro.

— Oiga, buen hombre —repliqué—. He venido aquí en busca de consejo. Si no sabe usted hablar con cortesía, hay otros que tendrán mucho gusto en encargarse de mis asuntos. Y ahora, ¿qué estaba usted diciendo?

Adecuadamente castigado y amansado, respondió:

— Señor Marx, tal vez no se dé cuenta, pero éste ha dejado de ser un mercado nacional. Ahora somos un mercado mundial. Recibimos órdenes de compra de todos los países de Europa, de América del Sur e incluso de Oriente. Esta mañana hemos recibido de la India un encargo para comprar mil acciones de Tuberías Crane.

Con cierto cansancio, pregunté:

— ¿Cree que es una buena compra?

— No hay otra mejor —me contestó—. Si hay algo que todos hemos de usar, son las tuberías. (Se me ocurrieron otras cuantas cosas más, pero no estaba seguro de que apareciesen en las listas de cotizaciones.)

— Eso es ridículo —dije—. Tengo varios amigos pieles rojas en Dakota del Sur y no utilizan las tuberías. —Solté una carcajada para celebrar mi salida, pero él permaneció muy serio, de modo que proseguí—. ¿Dice usted que desde la India le envían órdenes de compra de Tuberías Crane? Hummm. Si en la lejana India piden tuberías, deben de saber algo sensacional. Apúnteme para doscientas acciones; no, mejor aún, serán trescientas.

Mientras el mercado seguía ascendiendo hacia el firmamento, empecé a sentirme cada vez más nervioso. El poco juicio que tenía me aconsejaba vender, pero, al igual que todos los demás primos, era avaricioso. Lamentaba desprenderme de cualquier acción, pues estaba seguro de que iba a doblar su valor en pocos meses. En los diarios actuales leo con frecuencia artículos relativos a espectadores que se quejan de haber pagado hasta un centenar de dólares por dos entradas para ver My Fair Lady. (Personalmente, opino que vale esos 100 dólares.) Bueno, una vez pagué 138.000 dólares por ver a Eddie Cantor en el Palace.

Todos sabemos que Eddie es un cómico estupendo. Incluso él lo reconoce sin ningún inconveniente. Tenía una revista maravillosa. Cantaba Margie, Ahora es el momento de enamorarse y Si conociesen a Sussie. Mataba de risa al público con sus bromas características, y terminaba cantando Whoopee. En resumen, era un exitazo. Tenía ese algo magnético que hace destacar a una estrella del montón anónimo.

Cantor era vecino mío en Great Neck. Como era viejo amigo suyo, cuando terminó la representación fui a verle en su camerino. Eddie es un conversador muy persuasivo, y antes de que yo pudiera decirle lo mucho que había disfrutado con su actuación, me hizo sentar, cerró rápidamente la puerta, miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie escuchaba y dijo:

— ¡Groucho, te adoro!

No había nada de peculiar en aquel saludo. Así es como la gente del teatro habla entre sí.  En  el  teatro  existe  una  ley  no  escrita  respecto  a  que  cuando  dos  personas  se encuentran  (actor  y  actriz,  actriz  y  actriz,  actor  y  actor,  o  cualquier  otra  de  las variaciones y desviaciones del sexo) deben evitar cuidadosamente los saludos habituales entre la gente normal. En cambio, deben abrumarse mutuamente con frases de cariño que, en otros sectores de la sociedad, suelen estar reservadas para el dormitorio.

— Encanto —prosiguió Cantor—, ¿qué te ha parecido mi espectáculo?

Miré hacia atrás, suponiendo que habría entrado alguna muchacha. Desdichadamente, no era así, y comprendí que se dirigía a mí.

— Eddie, cariño —contesté con entusiasmo verdadero—, ¡has estado soberbio!

Me disponía a lanzarle unos cuantos piropos más cuando me miró afectuosamente con aquellos ojos grandes y brillantes, apoyó las manos en mis hombros y dijo:

— Precioso, ¿tienes algunas Goldman-Sachs?

— Dulzura —respondí (a este juego pueden jugar dos)—, no sólo no tengo ninguna, sino que nunca he oído hablar de ellas. ¿Qué es Goldman-Sachs? ¿Una marca de harina?

Me cogió por ambas solapas y me atrajo hacia sí. Por un momento pensé que iba a besarme.

— ¡No me digas que nunca has oído hablar de las Goldman-Sachs! —exclamó incrédulamente—. Es la compañía de inversiones más sensacional de todo el mercado de valores.

Luego consultó su reloj y dijo:

— Hum.  Hoy  es  demasiado  tarde.  La  Bolsa  está  ya  cerrada.  Pero,  mañana  por  la mañana, muchacho, lo primero que tienes que hacer es coger el sombrero y correr al despacho de tu agente para comprar doscientas acciones de Goldman-Sachs. Creo que hoy ha cerrado a ciento cincuenta y seis… ¡y a ciento cincuenta y seis es un robo!

Luego Eddie me palmoteo una mejilla, yo le palmoteé la suya y nos separamos.

¡Amigo! ¡Qué contento estaba de haber ido a ver a Cantor a su camerino! Figúrate, si no llego a ir aquella tarde al teatro Palace, no hubiese tenido aquella confidencia. A la mañana siguiente, antes del desayuno, corrí al despacho del agente en el momento en que se abría la Bolsa. Aflojé el 25 por ciento de 38.000 dólares y me convertí en afortunado propietario de doscientas acciones de la Goldman-Sachs, la mejor compañía de inversiones de América.

Entonces empecé a pasarme las mañanas instalado en el despacho de un agente de Bolsa, contemplando un gran cuadro mural lleno de signos que no entendía. A no ser  que  llegara  temprano,  ni  siquiera  me  era  posible  entrar.  Muchas  de  las agencias de Bolsa tenían más público que la mayoría de los teatros de Broadway. Parecía que casi todos mis conocidos se interesaran por el mercado de valores. La mayoría de las conversaciones sólo hablaban de la cantidad que tal y tal valor había subido la semana pasada, o cosas similares. El fontanero, el carnicero, el panadero, el hombre del hielo, todos anhelantes de hacerse ricos, arrojaban sus mezquinos salarios —y en muchos casos, sus ahorros de toda la vida— en Wall Street. Ocasionalmente, el mercado flaqueaba, pero muy pronto se liberaba la resistencia  que  ofrecían  los  prudentes  y  sensatos,  y  proseguía  su  continua ascensión.

De vez en cuando algún profeta financiero publicaba un artículo sombrío advirtiendo al público que los precios no guardaban ninguna proporción con los verdaderos valores y recordando  que  todo  lo  que  sube  debe  luego  bajar.  Pero  apenas  si  nadie  prestaba atención a estos conservadores tontos y a sus palabras idiotas de cautela. Incluso Barney Baruch, el Sócrates de Central Park y mago financiero americano, lanzó una llamada de advertencia. No recuerdo su frase exacta, pero venía a ser así: «Cuando el mercado de valores se convierte en noticia de primera página, ha sonado la hora de retirarse».

Yo no estaba presente en la Fiebre del Oro del 49. Me refiero a 1849. Pero imagino que  esa  fiebre  fue  muy  parecida  a  la  que  ahora  infectaba  a  todo  el  país.  El presidente   Hoover   estaba   pescando   y   el   resto   del   gobierno   federal   parecía completamente ajeno a lo que sucedía. No estoy seguro de que hubiesen conseguido algo aunque lo hubieran intentado, pero en todo caso el mercado se deslizó alegremente hacia su perdición.

Un día concreto, el mercado empezó a vacilar. Unos cuantos de los clientes más nerviosos cayeron presas del pánico y empezaron a descargarse. Eso ocurrió hace casi treinta años y no recuerdo las diversas fases de la catástrofe que caía sobre nosotros, pero así como al principio del auge todo el mundo quería comprar, al empezar el pánico todo el mundo quiso vender. Al principio las ventas se hacían ordenadamente, pero pronto el pánico echó a un lado el buen juicio y todos empezaron a lanzar al ruedo sus valores, que por entonces sólo tenían el nombre de tales.

Luego el pánico alcanzó a los agentes de Bolsa, quienes empezaron a chillar reclamando  los  márgenes  adicionales.  Esta  era  una  broma  pesada,  porque  la mayor parte de los accionistas se habían quedado sin dinero, y los agentes empezaron a vender acciones a cualquier precio. Yo fui uno de los afectados. Desgraciadamente, todavía me quedaba dinero en el banco. Para evitar que vendieran mi papel empecé a firmar cheques febrilmente para cubrir los márgenes que desaparecían rápidamente. Luego, un martes espectacular, Wall Street lanzó la  toalla  y  se  derrumbó.  Eso  de  la  toalla  es  una  frase  adecuada,  porque  por entonces todo el país estaba llorando.

Algunos de mis conocidos perdieron millones. Yo tuve más suerte. Lo único que perdí fueron 240.000 dólares. (O ciento veinte semanas de trabajo, a 2.000 por semana.) Hubiese perdido más, pero ése era todo el dinero que tenía. El día del hundimiento final, mi amigo, antaño asesor financiero y astuto comerciante, Max Gordon, me telefoneó desde Nueva York. En cinco palabras, lanzó una afirmación que, con el tiempo, creo que ha de compararse favorablemente con cualquiera de las citas más memorables de la historia americana. Me refiero a citas tan imperecederas como «No abandonéis el barco», «No disparéis hasta que veáis el blanco de sus ojos», «¡Dadme la libertad o la muerte!», y «Sólo tengo una vida que dar a la patria». Estas palabras caen en una insignificancia relativa al ponerlas junto a la frase notable de Max. Pero charlatán por naturaleza, esta vez ignoró incluso el tradicional «hola». Todo lo que dijo fue: «¡Marx, la broma ha terminado!». Antes de que yo pudiese contestar, el teléfono se había quedado mudo.

En toda la bazofia escrita por los analistas de mercado, me parece que nadie hizo un resumen de la situación de una manera tan sucinta como mi amigo el señor Gordon. En aquellas cinco palabras lo dijo todo. Desde luego, la broma había terminado. Creo que el único motivo por el que seguí viviendo fue el convencimiento consolador de que todos mis amigos estaban en la misma situación. Incluso la desdicha financiera, al igual que la de cualquier otra especie, prefiere la compañía.

Si mi agente hubiese empezado a vender mis acciones cuando empezaron a tambalearse, hubiese salvado una verdadera fortuna. Pero como no me era posible imaginar que pudiesen bajar más, empecé a pedir prestado dinero del banco para cubrir los márgenes que desaparecían rápidamente. Las acciones de Cobre Anaconda (recuerda que retrasamos treinta minutos la subida del telón para comprarlas) se fundieron como las nieves del Kilimanjaro (no creas que no he leído a Hemingway), y finalmente se estabilizaron a 2 1/2. La confidencia del ascensorista de Boston respecto a la United Corporation se saldó a 3. Las habíamos comprado a 60. La función de Cantor en el Palace fue magnifica y de tanta calidad como cualquier actuación en Broadway. Pero, ¿Goldman-Sachs a 56 dólares? Eddie, cariño ¿como pudiste? Durante la máxima depresión del mercado, podía comprárselas a un dólar la acción.

El ir al desahucio financiero no constituyó una pérdida total. A cambio de mis doscientos cuarenta mil dólares obtuve un insomnio galopante, y en mi círculo social el desvelamiento empezó a sustituir al mercado de valores como principal tema de conversación…»

MARX, Groucho. Groucho y yo, Capítulo 15. De cómo fui protagonista  de las locuras de 1929, Tusquets Editores. Barcelona, 2005.

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Antecedentes de la crisis económica de 1929

¿Cómo se llegó a la crisis de 1929?

Portada de un períodico anunciando el crask de Wall Street

Portada de un períodico anunciando el crask de Wall Street

«El año 1921, Jones tenía 2.000 dólares ahorrados. Como no sabía qué hacer con ellos, compró acciones de la RCA y de la Goodyear a un precio que oscilaba entre dos y cinco dólares la acción. En 1924 se felicitaba por su acierto: sus acciones había subido y ya valían 10.000 dólares. Había multiplicado por cinco su capital. Animado, decidió no vender y adquirir otro paquete. No tenía dinero, pero depositando sus acciones como garantía pudo obtener fácilmente un crédito de 6.000 dólares y así volvió a comprar acciones en la bolsa. En 1927, sus títulos valían 36.000 dólares. Lleno de confianza en el futuro decidió no vender más que lo que fuese indispensable para pagar los intereses de los préstamos. Además, decidió comprarse un cochey una buena casa con una hipoteca. Y sigue haciendo inversiones en bolsa, siempre a crédito, naturalmente. Va a todas las ampliaciones que le ofrecen. En 1928 ya posee 250.000 dólares, pero como dan pocos beneficios debe destinar parte de su sueldo a pagar las deudas que ha contraído. A comienzos de 1929 ya posee 285.000 dólares, pero necesita dinero con urgencia para pagar las letras del coche, los plazos de la hipoteca, los intereses de los préstamos bancarios. […] Decide vender acciones, pero todos los Jones del país tienen que vender también. En un mes, las acciones de Jones sólo valen 39.000 dólares. […] Tiene que revender el coche, malvender la casa y, al final, pierde su trabajo: la empresa donde trabaja ha quebrado»

MARX, Groucho: “Groucho y yo”.