«Proyecto Manhattan», el génesis de la bomba atómica

El programa nuclear estadounidense se desarrolló en secreto durante la Segunda Guerra Mundial

A las 8.15 horas, un bombardero B-29 estadounidense, el «Enola Gay», lanza una bomba nuclear sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. El artefacto, bautizado como «Little Boy», explota a unos metros de la superficie para provocar mayor devastación. «Una columna de humo asciende rápidamente. Su centro muestra un terrible color rojo. Todo es pura turbulencia. Los incendios se extienden por todas partes como llamas que surgiesen de un enorme lecho de brasas». Así describe el artillero Bob Caron la explosión vista desde el avión que ha inaugurado la era atómica. Una única deflagración causa 70.000 muertos en el acto. Es el 6 de agosto de 1945. Tres días más tarde la ciudad de Nagasaki es aniquilada de idéntica forma. El mundo ya no será igual.

Se cumplen 66 años de aquellos trágicos días. Los brutales ataques sobre ambas ciudades niponas fueron el resultado de uno los mayores programas secretos científicos de la historia: el «proyecto Manhattan». Durante años algunas de las mentes más brillantes y privilegiadas del planeta, entre ellas Premios Nobel de física, participaron en la investigación y desarrollo del arma atómica de Estados Unidos.

En agosto de 1939 el gran Albert Einstein escribió una carta al presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt en la que le informaba de los avances sobre la fisión de Alemania y le animaba a desarrollar un programa nuclear. «Es concebible -pienso que inevitable- que pueden ser construidas bombas de un nuevo tipo extremadamente poderosas», afirmaba en la misiva. En el fondo se escondía el miedo de que los nazis pudieran fabricar el arma atómica. Años más tarde, Einstein se arrepentiría de ese acto al comprobar la devastación generada con dichas bombas: «Debería quemarme los dedos con los que escribí aquella primera carta».

Pese al escrito de tan insigne figura, no fue hasta el ataque sobre Pearl Harbor y la entrada en la Segunda Guerra Mundial de Estados Unidos cuando el programa nuclear se desarrollara con fuerza. Al frente del proyecto se coloca en octubre de 1942 el físico Robert Oppenheimer, aunque el responsable militar es el general Leslie R. Groves. La operación estaría coordinada desde el Laboratorio Nacional de los Álamos (Nuevo México) construido para la ocasión. Entre los más estrechos colaboradores de Oppenheimer se encuentra el premio Nobel de física Enrico Fermi, o Edward Teller, un científico de origen judío que huyó de Alemania tras la llegada de Hitler.

Incendiar la atmósfera

El desarrollo del programa no estuvo exento de peligros. Una de las principales incógnitas radicaba sobre los efectos de tan potente arma. Se llegó a pensar que podría incendiar la atmósfera al provocar una reacción del hidrógeno, lo que retrasó el proyecto. Finalmente, nuevos cálculos descartaron esa opción.

EE UU no era el único país que trataba de desarrollar un arma atómica. El «programa Uranio» de los nazis también perseguía la fabricación de la bomba nuclear. Groves destinó parte de los recursos del proyecto en recabar información sobre los avances alemanes en el terreno. Varios científicos que trabajaban para el Reich fueron secuestrados.

El día D para Oppenheimer y su equipo llegó el 16 de julio de 1945. Fue la fecha para realizar la primera prueba, denominada «Trinity». El lugar escogido fue el desierto «Jornada del Muerto», un lugar remoto del Estado de Nuevo México. Mejo nombre imposible. La energía liberada durante la explosión equivalió a 19.000 toneladas de TNT. El equipo del proyecto observó a nueve kilómetros de distancia cómo la densa nube se elevaba hasta componer el característico hongo en el cielo.

El éxito de la prueba permitió el lanzamiento de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki apenas dos semanas después. En la actualidad, los habitantes de ambas ciudades niponas todavía conviven con los problemas de la radiactividad desatada en aquellos ataques. Mientras tantos, los arsenales de Estados Unidos y Rusia cuentan con miles de cabezas nucleares muchos más potentes que las lanzadas hace 66 años sobre Japón.

David Valera, Madrid: «Proyecto Manhattan», el génesis de la bomba atómica, ABC, 6 de agosto de 2011

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Ideología del fascismo italiano

La crisis económica de la posguerra, la frustración nacionalista, el temor de las clases dirigentes y la debilidad de los partidos tradicionales ante el empuje socialista, facilitaron el acceso al poder de Benito Mussolini y la implantación del fascismo en Italia (1922-1945). Al margen de los gestos y de la retórica, el fascismo fue un sistema político basado en la divinización del jefe, el partido único con eliminación de toda oposición política, un nacionalismo a ultranza y un corporativismo que, so pretexto de conciliar las clases sociales, sirvió los intereses del gran capitalismo.

Benito Mussolini

“El fascismo, como toda concepción política sólida, es acción y es pensamiento; acción que tiene inmanente una doctrina, y doctrina que mientras emana de un determinado sistema de fuerzas históricas, queda incorporada en el mismo, y en él opera de dentro para fuera. Su forma es, pues, adaptable a las contingencias de lugar y de tiempo, pero tiene a la vez un ideario que le eleva a la categoría de fórmula de verdad en la historia superior del pensamiento. No hay en el mundo fuerza alguna que obre espiritualmente como voluntad humana dominadora de voluntades, sin un concepto no sólo de la realidad transeúnte y particular sobre la cual es necesario obrar, sino también de la realidad permanente y universal en la que la primera tiene su ser y su vida. Para conocer a la humanidad hay que conocer al hombre, y para conocer al hombre es necesario conocer la realidad y sus leyes. No existe concepto alguno del Estado, que a la vez no sea fundamentalmente concepto de la vida: será filosofía o intuición, será un sistema de ideas que se desarrolla en una construcción lógica o se concentra en una visión o en una fe; pero siempre es, al menos virtualmente, una concepción orgánica del mundo.

Según esto, el fascismo, en muchas de sus actitudes prácticas, como organización de partido, como sistema de educación, como disciplina, no se comprendería si no se mirase a la luz de su modo general de concebir la vida, a saber, de un modo espiritual. El mundo, en el sentir del fascismo, no es este mundo material que aparece en la superficie y en el que el hombre es un individuo separado de todos los demás y con ser propio, y es gobernado por una ley natural que instintivamente le lleva a vivir una vida de placer egoísta y momentánea. El hombre del fascismo es un individuo que encarna en sí la nación y la patria, sometido a una ley moral que ata a individuos y a generaciones, vinculándolos a una tradición y a una misión que suprime el instinto de la vida encerrada en el breve circuito del placer, para instaurar otra vida, en la esfera del deber, una vida superior, sin límites de tiempo y de espacio, una vida en la que el individuo, por medio de la propia abnegación, del sacrificio de sus intereses particulares, de la muerte misma, realiza aquella existencia totalmente espiritual en la que estriba su valía de hombre.

Es, pues, una concepción espiritualista, nacida, también ella, de la reacción operada en este siglo, contra el menguado y materialista positivismo del siglo XIX; concepción antipositivista, pero positiva; No escéptica, ni agnóstica, ni pesimista, ni tampoco pasivamente optimista, como son, por regla general, las doctrinas (todas ellas negativas) que colocan el centro de la vida fuera del hombre, el cual con su libre voluntad puede y debe crearse su mundo. El fascismo quiere al hombre activo y entregado con todas sus energías a la acción: le quiere varonilmente consciente de las dificultades con que ha de tropezar, y dispuesto a enfrentarse con ellas; concibe la vida como una lucha, persuadido de que al hombre incumbe conquistar una vida que sea verdaderamente digna de él, creando ante todo en su persona el instrumento (físico, moral, intelectual) necesario para construirla. Y esto rige no sólo para cada individuo, sino también para la nación y para la humanidad. De aquí el gran valor de la cultura en todas sus formas (arte, religión, ciencia) y la importancia grandísima de la educación. De aquí también el valor esencial del trabajo, con el cual el hombre vence a la naturaleza y plasma el mundo humano (económico, político, moral e intelectual).

BENITO MUSSOLINI. Doctrina del fascismo (1932). En: WILLIAM EBENSTEIN: Los grandes pensadores políticos. De Platón hasta hoy. Trad. de Enrique Tierno Galván (Madrid 1965), Págs. 748-749.

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